Concurso CERVANTES 2004
Primer Premio de la Modalidad de Prosa, Categoría C

César Navarro Llorente, grupo B 1º C

Impertinencias de la vida

 

Quiero dedicar este humilde escrito a todos los mayores, padres, madres o abuelos, que nos han querido y se han sacrificado por nuestro bienestar sin pensar si esto interfería en su calidad de vida.


Cuando Marcelo cruzó la puerta de la habitación, sintió una fría cuchillada. Soltó su vieja maleta marrón y se sentó sobre la cama. Aquella sala era luminosa, y estaba muy limpia, pero no tenía vida. Buscó con su mirada sus viejas fotos en la pared, pero no estaban. Ni tampoco estaban los garabatos de sus nietos, no había nada. Sumido en sus pensamientos, de pronto una voz gritó, ¡Al comedor!, y se escuchó una algarabía en los pasillos. Salió y dirigió sus pasos hacia donde iba el resto de la gente. Entraron en un enorme salón donde todo estaba higiénicamente dispuesto para el almuerzo. Una joven le indicó donde debía sentarse y al momento le sirvieron la comida.

Era martes, y por tanto tocaba consomé de verduras, merluza al vapor y compota de manzana. En media hora comieron todos y abandonaron rápidamente el salón, mientras unas señoritas perfectamente uniformadas limpiaban y recogían todo aquello.

Marcelo se dirigió de nuevo a su habitación y se sentó en una butaca que había frente a la ventana. Era su primer día en aquel lugar al que sus hijos llamaron “residencia de lujo”. “Aquí, vas a estar de maravilla, te relacionarás con gente de tu edad, además hay enfermeras y médicos que controlarán tu tensión, tu azúcar y ese reuma que tanto te fastidia. Tendrás una habitación para ti solo y os preparan muchas actividades para que estés entretenido”. Esto le dijo su hijo mayor cuando fueron a hacer la solicitud para su ingreso. Marcelo pensó en esas palabras una lágrima recorrió su rostro. Era un rostro marcado por el trabajo, el sufrimiento y la edad. Cada arruga marcaba una pena, una lucha por sus hijos. Ahora la arruga más profunda la tenía en el corazón. Estaba rodeado de gente, y sin embargo, se sentía absolutamente solo. Aquella soledad dolía mucho más que el reuma o la próstata. María, la mujer con la que compartió su vida ya no estaba. ¿Quién le iba a reñir ahora por echarse azúcar en la leche?¿Quién le iba a acompañar en sus paseos a la orilla del río?¿Quién le ayudaría a elegir su ropa? Desde que Marcelo se jubiló, todo lo hacía con ella, y ahora ni siquiera leía el periódico porque no podía comentar las noticias con su compañera.

Pensó de nuevo en las palabras de su hijo: “Gente de mi edad, yo no quiero relacionarme con gente de mi edad; yo quiero estar con los míos, con mi familia, saber de su vida, de sus problemas, de sus alegrías, ver crecer a mis nietos, jugar con ellos y dedicarles todo el tiempo que tengo. Como antes cuando vivía su abuela y les cuidábamos mientras eran pequeños para que mis hijos pudieran trabajar. Tampoco quiero una enfermera que esté todo el día detrás de mí con el tensiómetro. Para la vida que me queda, quiero comerme unas buenas sopas de ajo, o un buen torrezno sin tener ante mí a una señorita con cara de conciencia, recordándome que tengo 200 de azúcar. Una habitación para mí, aunque sea higiénica, yo no quiero eso, yo quiero mi cuarto, con mis recuerdos, el desorden de mis libros descuadernados y llenos de anotaciones, y sobre todo ese olor a María, mi María. Ensimismado en estos pensamientos le sorprendió José.

- ¡Oye!, ¿ Por qué no vienes con nosotros?. Hoy es martes, y tenemos taller de pintura. Anímate. Marcelo levantó la vista y vio a un hombre de unos 75 años, alto, con el pelo plateado y unos grandes ojos profundos que a él le parecieron estar llenos de tristeza.

- Gracias, pero es que no sé pintar, y la verdad, a estas alturas de mi vida no me apetece aprender.

- Huy, huy, huy- dijo José- es tu primer día aquí, ¿verdad?. No te preocupes, dentro de una semana, lo verás todo diferente. Te adaptarás, te lo aseguro. De momento todo te parece frío y triste, pero después verás que no está tan mal.

Marcelo volvió a mirarle a los ojos y sospechó que sus palabras no manifestaban su sentir. Siéntate, le ofreció Marcelo, así charlamos un rato, me gustaría saber cómo se pasa aquí la vida. José, complacido, se sentó en la otra butaca y empezó a contarle, al principio con mucho entusiasmo:

- Pues esto está muy bien, estamos atendidos y muy limpios. Cada día de la semana nos toca una comida diferente, tenemos una dieta muy equilibrada. Además todos los días nos toman la tensión y nos miden el azúcar. Todas las tardes podemos ir a diferentes talleres...

- Ya - le interrumpió Marcelo, que le parecía estar oyendo a su hijo – Pero no es eso lo que yo te pregunto. Yo quiero saber si aquí puedo levantarme a las 11, acostarme a las 2 de la madrugada. Verás, cuando yo trabajaba, me levantaba a las 6 de la mañana, comía a las 3, cenaba a las 9 y me acostaba a las 10:30. Tenía el día absolutamente cronometrado y siempre soñé que cuando me jubilara, tiraría el reloj y haría todo justo cuando me apeteciera. Dormir cuando tuviera sueño, y comer cuando tuviese hambre. Disfrutar de una puesta de sol aunque fuese la hora de cenar, o de un amanecer cuando lo lógico es estar en la cama. Me jubilé hace ya 6 años y no he podido hacerlo porque han estado los nietos en casa, había que recogerles del colegio, y si no había uno a comer, les teníamos a cenar. Les cuidábamos durante toda la semana, de lunes a viernes para que mis hijos trabajaran, y durante el fin de semana para que saliesen a divertirse. No nos importaba, más bien al contrario, nos sentíamos útiles, vivos y en cierta medida presumíamos de colaborar con el progreso económico de nuestros hijos. Hace un mes, murió María, mi esposa, inmediatamente, mis hijos me dijeron que yo no podía estar solo, porque la verdad es que soy un poco inútil para la casa, y decidieron que lo mejor era vender mi casa y que yo me fuera a vivir con ellos.

- ¿Cuántos hijos tienes?

- Cuatro.

- ¿ Y qué haces aquí? Dijo José con cierta ironía

- Pues ya ves, - prosiguió Marcelo- primero estuve con mi hija pequeña, pero al cabo de la primera semana, consiguieron unos días libres en la empresa y se fueron de vacaciones. Me llevó con Juan, el tercero de mis hijos. En su casa, estuve otra semana, porque justo entonces llamaron los albañiles para hacer la reforma. Lógicamente me puso en casa de Paloma, pero con tan mala suerte que en esos días venía un niño de acogida del Sahara, y claro, no había sitio para mí, así que al cabo de una semana estaba en casa de Fernando, el mayor; es médico, ¿sabes?

- No me digas más – dijo José- se apuntó a médicos sin fronteras y te dejó aquí.

- No, ¡qué va! . Fue peor. Durante la semana entera, escuchaba discutir a mi hijo con su esposa. “Que si es antihigiénico que el abuelo duerma en la misma habitación que el chico”, “que si el abuelo no debe cenar tanto”, “que si el abuelo no se cambia de calcetines”, “que si se queda hasta las tantas leyendo...”Así que no tuvieron que llevarme a ningún sitio, yo mismo recogí mis cosas y me fui a mi casa.

- ¿Y?- preguntó José-

- La tranquilidad sólo duró dos días. En cuanto se reunieron todos, me hicieron un consejo de guerra, porque llegaron a las 12 de la mañana y estaba en la cama, tenía el plato de la cena sin fregar, y además descubrieron que había cenado, ¡¡ Huevos fritos con chorizo!!! Me dejaron pasar la noche en mi casa, y por la mañana me han traído aquí.

- Bien pues si esto es lo que hay – dijo José- no te queda más que adaptarte a esto y soportarles el día de visita.

- Han quedado en venir mañana para que les firme la venta de mi casa y una autorización para manejar mis cuentas.

Con estas y otras conversaciones les dieron las 20:30, y se fueron a cenar, después, a las 22:30, se acostaron. A la mañana siguiente, Marcelo se levantó temprano, no había podido dormir y, sin embargo, era el día que más despierto se sentía desde hacía un mes. Se dio una ducha, se afeitó, se puso su mejor traje, se miró al espejo y pensó: “Aún tengo buen aspecto”. Al rato, una joven llamó a su puerta:

- Marcelo, ¿puedo pasar?

- Sí, sí, señorita.

- ¡ Caramba, Marcelo, está usted realmente guapo esta mañana! ¡Tiene un aspecto estupendo! Sus hijos se alegrarán de verle así.

- Sí, no sabe cuanto – dijo con tono irónico –

- He venido a decirle que le esperan en la sala de visitas.

Marcelo alzó la cabeza, estiró su americana y dirigió sus pasos firmes y decididos por el ancho pasillo. Sólo se detuvo un momento delante de un jarrón con flores rojas, cortó una, se la colocó en el ojal y siguió adelante. Abrió la puerta de la sala de visitas y allí estaban sus cuatro hijos con sus cónyuges, todos sentados revolviendo un montón de papeles.

- Hola papá. Te veo fenomenal ¡Qué bien estás aquí! – dijo Paloma a la vez que se levantó a darle un beso-

- Es cierto papá, asintió Fernando, ya te dije que aquí estarías fenomenal.

- Estáis equivocados, comenzó Marcelo sin dejar que le lisonjearan más, ¿Acaso creéis que mi buen aspecto de hoy se debe a vuestra feliz idea de traerme aquí? Pues no. Me he duchado yo solo, y solo me he vestido también; aunque quizá sí ha tenido algo que ver, porque con sólo pasar aquí un día he visto muy claro lo que quiero hacer con lo que me queda de vida. Veréis, mi casa no se vende porque yo voy a vivir en ella.

- ¡Pero papá!. Interrumpió Juan.

- No me interrumpas. Ya sé que os venía muy bien ahora, el dinero de mis cuentas y lo que os dieran por mi casa. A ti – dijo dirigiéndose a la pequeña – para irte a esos exóticos viajes que tanto te gustan. A ti Juan, para comprarte ese chalecito con el que sueña tu glamourosa mujer, y en el que supuestamente yo iba a tener mi cuarto. Paloma lavaría su conciencia haciendo alguna obra de caridad, eso sí a distancia, o como mucho de las que ocupan un cuarto durante 15 días, pero sin más compromiso. Y tú, Fernando, seguro que ya soñabas con mi dinero para montar tu propia consulta. – antes de continuar echó un vistazo a los ocho personajes que tenía delante y vio como sus caras, antes sonrientes, se habían vuelto avinagradas y desencajadas- No, no me he vuelto loco, no. Nunca estuve tan cuerdo.

- Pero Marcelo – dijo Laura, la esposa de Fernando - ¿Quién te atenderá si vives solo en tu casa? ¿Y si te pones enfermo?.

- No temas, no serás tú, ni ninguno de estos. Para eso van a servir mis cuentas, que con mucho sacrificio y privaciones logramos reunir María y yo. María arañaba pesetilla a pesetilla, por si acaso algún día sus hijos los necesitaban. Agotábamos las zapatillas hasta que sacábamos el dedo, volvía los cuellos de las camisas para aguantar otra temporada, cosía y recosía los calcetines... Ahora, impertinencias de la vida, yo voy a disfrutar de todo lo que antes me privé.

Cuando os empeñasteis que fuera a vivir con vosotros, la idea no me entusiasmó demasiado. Después pensé, quizá, nos venga bien a todos. Yo puedo aportarles serenidad, mi experiencia (asignatura que sólo se aprende en la universidad de la vida) y dedicar a los chicos el tiempo y la paciencia que sus padres no tienen. De vosotros, me hubiera conformado con un saludo cariñoso por las mañanas, un beso de buenas noches y sentirme uno más de la familia. Nunca me sentí así, el poco tiempo que estuve con vosotros me sentí un paria.

Ahora contrataré a alguien para que mantenga limpia mi casa, y se ocupe de mis comidas. Después, cuando sea necesario, pagaré a quien me cuide si estoy enfermo. Por dinero seguro que encuentro quien me dé las buenas noches y me diga una palabra amable aunque no la sienta

Lo mejor de todo es que nadie me llevará de una casa a otra. Nadie se escandalizará por mis descontrolados horarios, ni por mis platos sin fregar. Me cambiaré de calcetines cuando quiera y no seré antihigiénico para ningún niño. De momento, mañana mismo me voy de viaje a la playa y no sé cuando volveré.

Marcelo giró sobre sus talones y salió de la estancia dejando allí a su boquiabierta familia.

Se preguntó: ¿Qué haré viviendo solo?; Maravillas, se respondió.

 

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